“No me gustan las despedidas”, dicen, a veces, en los diálogos de algunos libros o escuchamos en los guiones de ciertas películas… y yo me pregunto " ¿y a quién sí?”
La primera vez que dejé mi tierra, mi ciudad de siempre, mi red familiar y de amigos fue algo así como ”devastador”. Recuerdo aquel 17 de julio como si fuera hoy, el día que mi sobrino cumplía 4 años. De hecho, había programado mi viaje apurando hasta el último día posible, no quería perderme esa celebración. Comimos juntos con mi familia en casa, festejo y despedida, todo en uno. Una mezcla particular porque para mí, aquel día, no había lugar para fiestas, sólo cabía la tristeza. Creía que había sido una buena idea, pero entonces me daba cuenta que nada más lejos de la realidad. Me sentía profundamente triste, y nerviosa, sentía miedo ante lo que tenía por venir y… también apareció la culpabilidad. ¿La culpabilidad? Sí, desgraciadamente la culpa se me clavó en el pecho en el momento en el que me monté en el AVE y vi a mi familia diciéndome adiós desde uno de los balcones de la estación. Ya me era imposible contener las lágrimas y respirar antes de que el tren se pusiera en marcha, lo cual era bastante incómodo… pero cuando vi esa imagen por la ventanilla... las lágrimas se quedaron cortas para expresar mi sentimiento.
Me había pasado los últimos meses despidiéndome de casi cada baldosa de Zaragoza. “¡Qué feliz era yo en mi ciudad! Tenía que recordarme mentalmente los últimos días que esta aventura que estaba iniciando respondía a un sueño personal y vital para mí. Cuesta desapegarse. No era la primera vez que salía de casa; anteriormente, había pasado largas temporadas en el extranjero, o bien estudiando o trabajando, pero sí era la primera vez que lo hacía sin una fecha concreta de retorno.
Aquel viaje completo en avión y los primeros días en Austin los recuerdo vagamente, es como si hubiera estado borracha de pena, y al mismo tiempo con una ilusión enorme por lo que estaba haciendo. Por las noches, tenía pesadillas con el fin del mundo, terremotos, tsunamis... Otras veces soñaba que estaba de vuelta en España, con mi maleta andando por las calles de diferentes ciudades, y contrariada en los sueños, pensaba “¡Qué guay estar aquí! Pero… ¿Por qué estoy aquí? ¡Yo no quería volver aún!”.
También recuerdo las primeras videollamadas con mi sobrino, que me decía cuando me veía en la pantalla del ordenador… ”¿Pero por qué te has metido ahí? ¿Cuándo vas a salir?” Y a mí se me rompía el corazón….
Ahora, viéndolo con retrospectiva, contemplando esos recuerdos, me parece desolador. No había palabras ni pensamientos de consuelo que pudieran ayudarme a sobrellevar ese trago. El tiempo, a veces, es la única vía. El paso del tiempo y la adaptación.
Después de estos años y las experiencias vividas he logrado moderarme y poner en su lugar a las despedidas. No quiere decir, que ahora me vaya de los lugares sin sentir nada o que salga triunfante sin que determinados sentimientos me invadan. Pero sí que freno esas emociones que nacen de la exageración y la imaginación tóxica, lo que no hace falta añadir de más a un momento que ya de por sí es triste.
Desde luego no es lo mismo despedirse de un lugar por unos meses, que de por vida.
Cuando dejé Austin la primera vez tras tres años viviendo aquí, creí que era definitivo.. Y en ese caso sí que se me partió el corazón. Sentí mi partida como si estuviera rompiendo una relación de pareja con un amor imposible. Aquel verano lo pasé llorando a ratos. De pronto, sin avisar, se me ponía un nudo en la garganta y necesitaba llorar; no lo podía explicar a la gente, era difícil de entender. Durante esos meses leí el libro de Matthew McConaughey “Greenlights”, en su libro decía algo que me llegó al alma, y en esas tres frases me sentí comprendida. La cita traducida más o menos decía así:
“ Me gusta Austin porque siempre me permitió ser yo mismo. Ese es el secreto de por qué Austin es tan guay, Todo lo que tienes que ser en esta ciudad eres tú mismo, y Austin te aprecia por ser realmente tú”.
En ese momento comprendí que cuando te despides de un lugar, en cierta forma también te despides de quién eres o has sido allí, te despides de las experiencias y de lo que ese lugar te ha hecho sentir. También de la gente y del ambiente físico, por supuesto, pero lo que duele de verdad no es esa separación, duele más el cómo lo has disfrutado. Al final, un lugar lo hacen las personas y las experiencias vividas.
Conforme los años han ido pasando y las diferentes despedidas sucediendo, he ido aprendiendo a dulcificarlas.
Éstos son mis TIP si te apetece saber más sobre ello:
Primero, es importante no evadir mentalmente la fase de la despedida. Ir diciendo poco a poco adiós los últimos días ayuda. Despedirte de lugares, personas y actividades que no vas a poder disfrutar cuando te vayas, hacerlo de manera consciente y realista, te vas de allí, pero el lugar y las personas van a seguir existiendo. Podrías volver en cualquier momento si lo necesitaras.
Planificar el "momento despedida" es clave. Determinar quién quieres que te acompañe a la estación cuando te vayas, con cuánta antelación quieres estar allí...etc. En mi caso, lo tengo claro, mis padres y mi pareja son bastante estoicos. No suelen llorar ni añadir más sal al momento. Así que me viene de maravilla, ellos me empujan a la estoicidad, que es lo que necesito en esas circunstancias. "Keep your cool" me dice mi pareja al oído ... y de repente ¡me siento más fuerte!
Después, en el momento en que me quedo sola, me concedo el lloro un rato, siento la pena de la separación, pero no me dejo llevar por la exageración. Me llevo a estar presente en el momento, no dejo volar a la imaginación. Investigo, qué me apetece, qué puedo hacer... ver una película, leer, hacer crucigramas, escribir... Desafortunadamente, dormir para mí no es una opción, los viajes me activan, así que intento distraerme con otros quehaceres, intento disfrutar de esos momentos de transición entre dos mundos(y de los atardeceres y amaneceres en el avión...). Me olvido de lo que dejo atrás e intento no pensar tampoco en lo que me espera.
Integrar las despedidas como algo más que forma parte de la experiencia es muy liberador. Obviamente, cuanto más se practica, más llevadero se hace.
Ahora, estos días, me encuentro de nuevo ante otro adiós. Esta vez “bitter-sweet”, "amargo-dulce" como dicen aquí. Por un lado, tengo ganas de volver a mi país por una larga temporada y disfrutar de la tranquilidad que me aporta una vida española en cuanto a estrés laboral y comodidad cultural. Por otro, dejo a mi gran amor aquí, mi Austin, mi ciudad de acogida, que tanto aprecio y en la que tantas cosas he vivido. Un lugar que me aporta una versión de mí muy independiente, muy autosuficiente, muy anónima.
Tengo intención de volver próximamente, pero el futuro no está completamente claro, no sé si volveré para vivir de nuevo o por largas temporadas de visita. Si os digo la verdad, no me preocupa, porque al fin me he dado cuenta que la vida, en realidad, es difícilmente planificable. Ya no digo "adiós", digo "hasta luego", porque si uno quiere volver a un lugar, hace todo lo posible porque ese deseo se haga realidad.
Decir hasta luego resulta mucho más pacificador.
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