Una de las cosas que más miedo o preocupación causa en los inicios de vivir en un sitio nuevo es la posible soledad que te va a acompañar una vez salgas de tu nido. Sobre todo si te mudas sin familia y sin haber establecido contactos previos en tu lugar de acogida.
Casi siempre de alguna manera u otra, se establece relación con otras personas que, o bien están en tu misma situación, o bien te rodean por circunstancias, ya sean laborales o de estudios. Así que elimina el miedo de la ecuación, si lo necesitas, seguro que tendrás alguien que te ayude, nunca estás completamente solo.
La “historia” es que cuando llegas a determinada edad, no cualquier contacto vale para relacionarse, e incluso hay momentos en los que se prefiere un buen momento de soledad a un mal momento compartido.
Yo me describo en mi “vida anterior” como un “animal social”, no había día en el que no compartiera una caña con un amigo o conocido y charlara de cualquier cosa, vital o banal. Me encantaba, era mi deporte favorito. Sin embargo, llegué a Estados Unidos y no conocía a nadie. Ante ésto, tenía dos opciones, una, lanzarme a lo “fácil” y echar mano del grupo de españoles que había llegado aquí en las mismas circunstancias que yo; o esperar y buscar relaciones más elaboradas.
Mi objetivo primordial cuando vine aquí era perfeccionar mi inglés, así que esperé y pacientemente busqué la ocasión perfecta para hacer mis propios amigos. Llegué en julio, mi primera interacción genuina social con un grupo fuera de mi trabajo fue a finales de octubre.
Mientras tanto, descubrí un tesoro que ahora aprecio mucho, mi propia compañía. Las primeras semanas entre la adaptación, cursos de formación, trabajo y que cualquier actividad suponía una aventura (ir a la lavandería, ir al supermercado…) no paré atención o no necesité mucho más.
Pero llegó el primer fin de semana en el que aparentemente no tenía nada planeado en el horizonte, así que llamé a una española, pero falló, me canceló la quedada en el último momento y ahí me empezó la “morriña”... “ay ay ay, ay ay ay, ay ay ay!!!!” Me puse en marcha, no me podía permitir la tristeza que me iba a llevar a encogerme en casa como un caracol. Salí a la calle, cogí el coche y me pegué todo el fin de semana fuera, paseé por parques, tiendas, bibliotecas, museos, me tomé vermús en las terrazas, fui al cine, tomé café en las pastelerías que más me llamaron la atención… y llegué el domingo por la noche exhausta de tanta actividad, pero feliz.
Aquella semana me apunté cerca de casa a “hot yoga” y suerte que justo debajo de mis apartamentos había un bar en el que servían “Frozen margaritas”, ¡qué descubrimiento!, la de cócteles que me bebí yo sola mirando a la nada, leyendo un libro o hablando con clientes que frecuentaban también el bar. Estaba encantada.
Al poco tiempo, no sé ni cuándo ni quién, alguien me habló de la aplicación “meet up”. La descargué en mi móvil, introduje mis preferencias, y me recomendaron unas cuantas opciones. Por si alguien no conoce todavía de qué se trata, incluyo aquí un link a la página oficial:
Me decidí por un grupo para empezar, uno que se reunía cerca de mi casa, no lo elegí por su nombre “couchsurfing lovers”, sino porque el momento y lugar de reunión me convenían. Aunque por otro lado coincidía con mis gustos, porque sabía que sería gente sencilla, aventurera y viajera. Así fue, me lo pasé en grande. Gente de todos los países, todas las edades y con muchas ganas de socializar y reírnos. Estando en ese grupo, uno de los asistentes me recomendó acudir a otro y a partir de ese otro es cuando establecí mi grupo de amigos.
Un objetivo no se cumplió, el de aprender inglés, porque la mayoría éramos hispano hablantes, pero la riqueza multicultural y de experiencias que he vivido con ellos son incomparables. Lo que he aprendido, divertido y viajado con ellos no tiene igual. Gracias a este grupo, tuve mi primer “Friendsgiving” lleno de calor, humor y diversión. Gracias a este grupo conocí a algunas de mis mejores amigas allí, a Wei Wei, una shanghainesa enamorada de Córdoba, que conquisté gracias a mis tortillas de patata; a Rachel, una bostoniana llena de vida y con una gran historia de vida de superación por detrás;, a Peter, mi californiano favorito, un “Willy Fog” jubilado, que no hay rincón del mundo que se le resista.
Actualmente, mi estilo de vida ha cambiado un poco, salgo menos a los meet up, aunque, por supuesto, no dejo de ver a los que ya son de ese grupo, mis mejores amigos.
Siete años después de comenzar a vivir aquí, tengo que admitir que más tarde si que me entró la especie de “necesidad” de establecer contactos con gente de mi país. Y me respeté totalmente en ese deseo. Vicky, Luismi, Jesús, Alberto y Eli son mis “consentidos”, como dirían mis queridos amigos de Colombia. Mis niños madrileños, mi pequeña familia. Con ellos a día de hoy, compartimos todo, amor, cuidados, preocupaciones, tristezas y alegrías.
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